Eran las tres de la tarde y treinta segundos. Verano.
Eran las tres de la tarde. Verano. El calor achicharraba, olía a miel.
Un zumbido se acercaba: un enjambre de abejas hacía temblar el aire con sus ondas.
Un cerezo, seco en apariencia, crujía al desprenderse fragmentos de su corteza. Los huesos de sus antiguos frutos yacían deprimidos en la tierra roja, triturada bajo el paso leve de una sombra.
Los linderos mostraban un espectáculo canicular. La hierba, seca y jorobada, se doblegaba senil.
Una sandalia de goma se derretía, cocida por un Helios frenético y opresor.
Solo la hiedra, enredada en la pared destartalada, genéticamente afortunada, atesoraba restos de humedad en sus hojas donde bichejos se afanaban buscando frescura, anhelando el relente de la noche.
Una mujer soberana, tallada en un camafeo de ónice semi-sepultado, titilaba vanidosa, provocando a la Nada, única espectadora de su encanto, que devolvía con displicencia el reflejo lastimoso de una realidad apenas existente.
Una hormiga arisca merodeaba veloz por los surcos microscópicos de la erosión. Aventurera, anacoreta frustrada, se detenía en espasmos, postergando la condición social de su especie.
El aire dejaba de ser transparente. Ondulaba, como materia temporal.
Un cuerpo ilusorio formaba siluetas caprichosas, fantasmagóricas, amorfas, hirviendo mientras bailoteaban sin ritmo.
Se asemejaban a ventanas virtuales, encuadradas en espacios invisibles, orientadas en trechos incomprensibles para el cerebro.
Una cigarra cantó, impregnando la amplitud. Su plétora resonante llenó el tiempo, produciendo náuseas.
El puentecillo de lancha rechinó enfurecido.
Una lagartija ágil hendía la atmósfera. Su color gris insípido pirateaba los huecos y hendiduras de las piedras desatendidas, vestigios anónimos de la vida.
Se incrustaba, ansiosa o mendicante, chupando pervertida, como un vampiro sediento, las venas del aire, oreando el nimio oxígeno que se pudría, aplastado.
Eran las tres de la tarde y treinta segundos. Verano.