martes, 3 de junio de 2014

Todos tenemos algo que ocultar



Sería a mediados de otoño. Olivier se preguntaba el porqué de su regreso al faro. Pensaba en Muriel, en la última vez. Ya habían pasado doce años desde aquel día. Vestía un jersey de lana rojo y un vaquero desgastado. Parecía una colegiala famélica. Su pelo tan negro contrastaba con aquel color pálido tan característico de su piel. Aquel día tenía una expresión preocupada y estaba más callada de lo habitual, por lo general tan alegre y locuaz, tan divertida. Resultaba imposible no mirarla y escucharla a la vez. A cualquiera dejaba hechizado. Una noticia banal, iluminada por su mirada, se convertía en algo importante, casi vital para el que la escuchaba.

Todo llegó de nuevo a su memoria, como si los fantasmas del pasado desempolvaran repentinamente sus recuerdos.



–No hay nada como un café hecho en una buena cafetera italiana. Toma una taza mi vida –exclamó mientras le tendía una taza de café.
–Gracias, no me apetece –respondió Muriel, que se acurrucaba en el sillón, tapándose con la manta roja desgastada por los años.
– ¿Y eso? Siempre te mueres por una taza.
– Hoy es diferente –añadió Muriel, mientras tiraba cariñosamente de las orejas de Tino, el labrador que habían rescatado de una perrera clandestina.
– ¿Te pasa algo? Te siento rara, como ausente.
– ¿Rara y ausente? Siempre dices lo mismo. ¿Te lo parezco tanto?
–Es natural, no sé nada de ti. Pero, digamos, que eres una mujer misteriosa -Olivier, besaba sonoramente su cuello en medio de las palabras.
–Tendrías que haberte preocupado más de mí, de saber de mi vida.
– ¡Mujeres! Nunca estáis satisfechas con nada. ¿Y a qué viene eso ahora? Suena a reproche… Eres tan reservada con tu pasado que no quise inmiscuirme ni parecer excesivamente curioso
–Pues me hubiese gustado que fueses excesivamente curioso –dijo, mientras se alzaba bruscamente-. Ven, vamos a subir al mirador, tengo ganas de observar el cielo, es precioso en días de tormenta.
–Con este tiempo apenas se ve nada.
– Por eso mismo, espero ver la luz repentina de un rayo, que aparece en medio de la nada. Anda ven, ya hablaremos en otro momento. Quiero mostrarte algo.
Olivier siguió a Muriel por la escalera de hierro enmohecida.
–Esa estrella es Casiopea – señaló Muriel, mientras sus ojos se iluminaban atrapando el brillo de ésta.
–Casiopea no es una estrella, amor, es una constelación. Esa la estrella polar y apenas se ve. Bajemos ya, llueve mucho.
–Me quedo, me entusiasman las tormentas.
–Estas de la costa son muy fuertes. Por favor, volvamos.
– ¿Si me muero, te acordaras de mi? –pregunto mirándolo fijamente, mientras una ráfaga de viento en sus cabellos le ocultaba su sonrisa.
– ¡No delires!, me asustas, y no te acerques tanto a la barandilla –Olivier empezaba a asustarse ¡Joder…Muriel! ¡Estas como una cabra! Me voy.
–Adiós. Cuida a Tino –gritó mientras volaba en picado hacia las rocas marrones y verdosas del Atlántico.
Su cerebro se convirtió en un caos. Llamándola a gritos, a saltos descendió las escaleras, y desesperado, trató de encontrarla en los acantilados. Mientras sus lágrimas se fundían con la lluvia. La angustia iba apoderándose de él y mil preguntas llevaron bruscamente a su cerebro ¿Y si alguien pensaba que fui yo? Y casi semiinconsciente se dirigió al coche y regresó a Lille.


Los días siguientes hojeaba la prensa para ver si aparecían noticias de Muriel, de su cuerpo... de algo. En ningún lugar se hacía mención. Pasaron los meses, los años y nunca escucho nada de ello, era como si hubiese sido un sueño. Una invención suya una noche de de delirio, un lapsus en su vida. Sólo había algo que le recordaba como un bisturí helado en los huesos, que todo fue verdad: 

En días de tormenta, Tino ladraba enloquecido, y husmeaba buscando desesperadamente algo entre la lluvia.

viernes, 30 de mayo de 2014

El secreto de las torres de Calogos


No me gusta la muerte ni las últimas voluntades.


Mi abuela murió el 13 de febrero de 1936 en una aldea cercana a Villanueva de Arousa. Cayó enferma en navidades. Lo sé porque había ido a visitarla el 26 y me dijo que el día anterior había hecho tanto frío en el pueblo, que no dudaba que en las próximas horas se le manifestaría un principio de pulmonía.

Vino a comunicármelo un muchacho . Llamó a la puerta y me dijo que tenía que ir rápidamente a la aldea, que se moría la abuela. Pensé que exageraba, así que le dije que se sentase y tomase una empanada mientras yo terminaba de leer el periódico, que ya lo llevaría de vuelta en el coche. Pareció sorprendido pero no dijo nada.

Dos mujeres salieron a la puerta a recibirme. Deduje que eran las vecinas, ya que mi abuela no tenía más familia que yo. Me contaron que llevaba enferma desde navidades; que el doctor ya había pasado varias veces, pero que cada día empeoraba. Una de ellas añadió que ya apenas comía y que eso era mala señal.

Después, las vi desaparecer por detrás de la viña y meterse en los jardines de al lado. Ya no me cabía la menor duda: eran las vecinas.

La habitación de mi abuela no tenía ventanas. Parecía incrustada dentro de otra. La cama era de aglomerado. Un crucifijo en la pared colgaba con un Dios todavía más lastimero que el que acostumbramos a ver. Un cuadro con la imagen de la Virgen de la Pastoriza, de reducidas dimensiones, lucía triste en una de las desconchadas paredes.

Una sacudida de pena me llegó al ver a la abuela. Estaba despeinada y recordé, de súbito, su pelo rubio, cuidadosamente recogido. Siempre me había sentido orgulloso de estar a su lado. Incluso siendo pobre, desprendía una elegancia humilde y atípica, que sólo he visto en las mujeres gallegas.

―Abuela, ¿cómo está? ―pregunté sin esperar respuesta.

La abuela hizo un ruido parecido a una tos que rasgaba la garganta.

―No diga nada, abuela. Le traeré un vaso de agua.

―Ramón, has venido, hijo mío. Acércate, te voy a pedir algo antes de morir... Cierra la puerta para que nadie lo oiga. Hijo, hazme un favor, ve ahora mismo a las Torres del Calogo. Debajo de la roca donde está la cruz hay una olla que enterré hace muchos años pensando que nunca más querría verla. Tráemela.

―Pero abuela, ¿qué está diciendo? Tranquilícese.

―No son alucinaciones ni es chocheo. Ve a buscarla, es mi última voluntad, por Dios te lo pido. Estas cosas deben quedar en familia. Ve a buscarla ahora mismo y te enterarás de todo.

No tenía ganas. No quería ir hasta allí, pero me daban escalofríos de pensar lo que me iba a remorder la conciencia si le negaba su última voluntad, así que salí a ver si encontraba lo que tenía que encontrar.

Conocía muy bien aquella roca. De niño acostumbraba a sentarme en ella para observar el paisaje. Con la pala que recogí en el jardín comencé a excavar, no sin antes asegurarme de que no había nadie en los alrededores, pues me moriría de vergüenza si alguien pensase que era un descerebrado.

Cuando la pala tocó la olla, mi corazón empezó a palpitar como el de un niño. “¡Es verdad que existen los tesoros!”, pensé, jubiloso. Al llegar al jardín, quité la tierra adherida a la olla con una manguera, pero no la abrí: se la entregué precintada, tal como la había encontrado. Las manos de mi abuela, de piel rugosa, deshidratada y blanquecina, intentaron, en vano, sostenerla.

―Ábrela tú, yo no tengo fuerzas.

―¿Qué contiene, abuela?

―No es ningún tesoro, hijo. Son cosas mías de otros tiempos. Tú no sabes nada, Ramón, pero eres alguien muy importante. Hace muchos años, en las Torres del Calogo, conocí a Valle Inclán, el famoso escritor. Nos enamoramos y caí en la tentación de la carne, pensando que me quería. Me dejó embarazada de tu madre, pero, cuando me enteré, ya me había abandonado, pues empezaba a ser famoso y se avergonzó de una relación extramatrimonial con una pobre aldeana analfabeta... No puedo ni hablar... acércame el agua… No he podido olvidar aquella ofensa. Lo he odiado mucho, aunque me alegré al ver que tú también salías escritor... No fui capaz de quemar sus recuerdos, los metí en esta olla y los enterré como él hizo con mis sueños.

Le entregué las cartas y las fotografías y me senté junto a su cama. No dijimos nada más, no era el momento para ello. Observé cariñosamente cómo pasó la noche mirando las fotos y acariciando las cartas. De vez en cuando me levantaba para comprobar si tenía fríos los pies, pero no me atreví ni quise dejarla un minuto sola y, cuando a las ocho de la mañana, expiró, sentí una tristeza inmensa al ver que lo hizo mientras apretaba contra su pecho, como aferrándose al amor, aquellas cartas y aquellas fotos que, al final, quedaron muy cerca de su corazón.




(El pasajero)
Valle-Inclan 1866-1936



¡Tengo rota la vida! En el combate

de tantos años ya mi aliento cede,

y al orgulloso pensamiento abate

la idea de la muerte, que lo obsede.


Quisiera entrar en mí, vivir conmigo,

poder hacer la cruz sobre mi frente

,y sin saber de amigo ni enemigo,

apartado, vivir devotamente.


¿Dónde la verde quiebra de la altura

con rebaños y músicos pastores?

¿Dónde gozar de la visión tan pura


que hace hermanas las almas y las flores?

¿Dónde cavar en paz la sepultura

y hacer místico pan con mis dolores?

Fatalista